· Javier Tapia Balladares · Semanario Universidad
Opinión

La Universidad de Costa Rica no ha dejado de cambiar nunca, ni desde cuando caminé por primera vez su milla. En los años 80, si la comparamos con la de este siglo XXI, del cual hemos vivido 23 años, la Universidad de Costa Rica era más ingenua, más simple, más torpe, más artesanal. Aunque también era más comprometida, más llena de ilusión, más aventurera, más intelectual, más humanista, más creativa. Aunque, está en lo más lejos de mis intenciones dejar la sensación de la nostalgia del pasado. Sin embargo, un recuento frío, una comparación industrial del pasado con el presente, aportando los escasos datos de calidad con los cuales de todos modos no contamos o que disponemos de ellos con dificultad, o señalando los insumos, los procesos y los resultados, (en el supuesto de avezado de la teoría de los sistemas), con los cuales hoy día podría evaluarse la Universidad, también ese ejercicio podría irse por el despeñadero de la idealización del presente. ¿Cómo plantearnos la crisis de la Universidad, con una adhesión apasionada al conocimiento y las ideas, sin por ello perder de vista la realidad de lo que resulta apabullante, en la cotidianidad vivida? 

El tiempo ha pasado y las experiencias se van acumulando y la Universidad se ha impregnado de tal forma, que es un componente sustancial de la vida de muchas personas que la apreciamos y queremos defenderla. En mi caso, considero que una estrategia modesta pero quizás algo útil para defenderla y para contribuir a su mejoramiento, en busca de la excelencia, es hacer lo que hoy día me parece posible y decente: un catálogo desordenado y ampliamente incompleto de las tribulaciones universitarias y un intento de análisis.

En la docencia puede mencionarse como parte de ese catálogo la disminución de la participación del estudiantado fuera de las aulas; un profesorado inadaptado a la realidad de la pedagogía digital o supuestamente discordante con ella; parecer elitistas por cuanto admitimos solo a diez mil estudiantes por año; la matrícula insatisfecha; no admitir suficientes estudiantes de colegios públicos, de zonas costeras y zonas indígenas… 

En investigación contamos con la colonización de la investigación a manos de la burocracia universitaria; las dificultades para insertar con celeridad al personal científico de relevo; la limitada disponibilidad de fondos concursables para investigación; los desafíos ingentes, pero no asumidos y lejos de resolver, de la interdisciplinariedad en la investigación (y la docencia). 

En acción social tenemos una perspectiva rígida en la conexión de la investigación con la acción social y en la conceptuación de esta; una acción social con recursos exiguos que la asfixian; una acción social además burocratizada. En gestión y administración, una gestión universitaria colmada de instancias colegiadas cuya razón de ser, supuestamente, es una oda a la democracia universitaria; tomar decisiones con un grado de objetividad limitada, por cuanto disponemos de sistemas de información de los cuales se duda que sean adecuados o correctos; el afán de poder desmedido de ciertas facultades, las cuales indirectamente y sin reflexión suficiente, modificarían el modelo de universidad vigente al buscar una curul en el Consejo Universitario; la importancia de los así llamados “mandos medios” (¿o submedios?), los cuales aducen razones ya sea administrativas o jurídicas que obstaculizan los procesos de cambio y, además, la celeridad de los cambios; la antigua, crónica y creciente tendencia a sobrecargarnos de asuntos administrativos y quejarnos de esto de manera neurótica por años, sin aportar soluciones académicas; la debilidad política frente al Estado cuyas amenazas constantes son enfrentadas casi siempre de la misma manera; la ley de empleo público la cual nos obliga a prácticas que pueden restringir efectivamente la libertad académica y la autonomía; la sumisión temerosa de los más variados asuntos académicos, científicos y de gestión a la sola lógica jurídica.

La Universidad de Costa Rica está contra sí misma. Lo está porque se ahoga en prácticas institucionales rígidas, desconectadas de la reflexión sistemática, de un análisis objetivo y de acciones concretas para avanzar hacia transformaciones cualitativas, todo lo cual ha sido creado por sí misma y para sí misma. Esto acontece siempre y necesariamente desde las instancias académicas, pero con el concurso de las instancias administrativas y quizás con su amplia complacencia o quizás por situarse en franca desconexión de una lógica académica en la gestión y la administración. No se trata solamente de la lucha de poder, clásica en muchas universidades del mundo, entre el sector académico y el sector administrativo, no se refiere a las personas en cada uno de esos estamentos, sino a la lógica de actuación que siguen en donde los fines y propósitos sustantivos de la Universidad quedan al menos desfigurados. 

La función de tales prácticas relativamente ciegas puede ser la de autorregularse exclusivamente solo por medio de la norma estatuida (juridización), o la de enfrentar la cultura de la sospecha (desconfianza), o para acomodarse a la continuidad de las prácticas (inercia). Esas funciones tendrían graves consecuencias para la Universidad.

Juridización y discurso académico

Un grupo de profesores que, en Asamblea de Escuela, enfrentan una tensión, un desacuerdo, sobre las variables en juego para definir el perfil de una plaza, la cual será otorgada en propiedad, cuya definición indirectamente afectaría el plan de estudios. Un profesorado de especialistas, con deseos de asesorar, orientar, ofrecer su criterio y brindar sus servicios, en todas las áreas del conocimiento, que siente la mala conciencia de arriesgarse a contravenir su contrato de dedicación exclusiva. El intento de publicar una monografía que se ve sometida a ataques por la supuesta amenaza de la libertad de expresión. 

En los casos anteriores y en muchos otros casos similares, parece darse una devaluación de la racionalidad. De ahí se cede a una oda al reglamento, situado en una suerte de altar piadoso, el cual sólo puede ser interpretado correctamente por una instancia jurídica superior. Es decir, profesoras y profesores, por ende, el estudiantado está impedido o restringido de dejarse llevar por la lógica del mejor argumento, por las reglas del diálogo racional o académico, sintiéndose incapaces de resolver los conflictos por sus propios medios y con referentes académicos, acudiendo una vez y la siguiente a la Oficina Jurídica. Se acude sin un conocimiento claro de la lógica jurídica o se invocan, con frecuencia, supuestas normas sin saber si estas existen o no.

Es lo que había llamado una anomalía de la juridización o judicialización (ver Colegialidad académica y necesidad de juridización, Semanario Universidad, 16 de octubre de 2018): “es la colonización, es decir, trasladar y reemplazar la lógica de las normas jurídicas universitarias a la academia como organización microsocial. El problema para la academia consiste en que la juridización colonice la colegialidad académica, la racionalidad y la aspiración científica, y ligadas a estas actitudes, sus valores e identidades, su lógica de solidaridad discursiva, la aspiración a la excelencia y la narración comprometida de la realidad. Así, las normas legales inicialmente orientadas a una sana regulación de las relaciones humanas dentro de la universidad pueden llegar a dominar y prevalecer por sobre la dinámica de racionalidad y colegialidad”.  

Es posible que la función de las prácticas mencionadas puede ser la de autorregularse exclusivamente solo por medio de la norma estatuida, como expresión de un tipo de pensamiento rígido basado en el temor a las consecuencias. En la psicología del desarrollo moral (ver Tapia, 2014), ese tipo de pensamiento y de acciones se encuentra bien perfilado y no suele plantearse las cuestiones relacionadas con lo justo, lo honesto y lo bueno, en términos de los beneficios sistémicos para la sociedad como un todo. Suele considerar exclusivamente el beneficio propio o la evitación del castigo, o a lo más, solo en términos de mutualidad prosocial. Esto significa que el acto de confiar en la palabra, como experiencia de relación moral, cede ante la invocación constante de la norma jurídica, lo cual tiende a promover la pérdida de la riqueza del diálogo y la discusión entre pares académicos y evita que se tomen decisiones sustantivas en una perspectiva académica clara.

La cultura de la sospecha

En la Universidad llevamos un desasosiego el cual parece colocarnos un importante grado de temor y de miedo, en buena medida infundado y en un cierto grado justificado. Es el temor por recibir una acusación de corrupción o a recibir cualquier otra acusación que termine por vulnerar principalmente la reputación. Es decir, el temor a perder créditos expresivos, prestigio social o crédito moral. Esto puede llegar a vulnerar también el patrimonio personal en cuyo caso es el personal administrativo el cual se siente más amenazado, aunque no exclusivamente este. Vulnerar la reputación y los créditos expresivos, como lo entendía la psicología social de la acción (Harré 1982), significa perder el estatus o la valoración y estima social de tipo simbólico que representan los créditos expresivos. En el contexto de la dialéctica del desprecio y el respeto, consiste en una pérdida traumática del respeto y la consiguiente maximización del desprecio por el otro. La cultura de la sospecha consiste en que, en el plano de las relaciones personales de trabajo, cada persona posee un descrédito moral de partida, el cual se basa en que tenemos una tendencia inevitable a cometer un delito o en hacer daño a la otra persona. Es la sospecha de la potencial efectuación de actos deleznables contra la institución o contra otras personas. Se trata de un problema ético mayor, la cuestión de la proclividad humana hacia el mal expresado en sus actos más banales.  

Dicho de otra manera, lo que se ha conocido como la regla de oro según la cual “no hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”, declinada en la psicología moral como regla de reciprocidad, pierde su función operativa de regulación informal, cotidiana y espontánea de las relaciones humanas. Esta regulación se basa en la comprensión moral, reflexiva y emocional, de los actos propios y de los demás. 

La consecuencia principal de la pérdida de la operatividad funcional de la reciprocidad significa que la confianza es inexistente o imposible o inviable. Hay pues una significativa fractura de la palabra dada y del valor que le atribuimos a la palabra dada. Así las cosas, cuando en el contexto microsocial que representan las interacciones sociales dentro de la Universidad es inviable otorgarle un valor positivo y significativo a la palabra dada, es esperable que se maximice la invocación a la norma jurídica expresada en los reglamentos. Esto no significa que podamos funcionar sin la norma jurídica, pero sí implica que la colonización de lo académico por lo jurídico tiene el efecto de infravalorar lo académico. De esta manera, se producen infinitas consultas que exigen la pericia jurídica. 

Por otro lado, la narrativa cotidiana de las actividades sustantivas de la Universidad, las conversaciones del día a día, no están saturadas por ideas, discursos y reflexiones conectadas con el ámbito académico sustantivo. Este es el cambio o pérdida de sentido que perciben muchas personas acerca del “ambiente” de la Universidad. Se saturan más bien con los esfuerzos de autopresentación personal orientados a evitar el desprecio y ganar respeto al interior de una cultura de la sospecha. Esto se relaciona con el fenómeno psicosocial del rumor, el cual suele provocar la desintegración social y una cultura de desconfianza interpersonal. De tal manera, la valoración que se hace de los demás, por ejemplo, de quien aspira a un puesto de dirección académica o cualquier otra persona que forme parte del personal universitario, está muy poco relacionada con sus atestados académicos, o con las ideas que defiende, o con tesis e hipótesis de sus publicaciones, o con sus logros académicos o científicos. Incluso las personas con logros en la gestión, realizada con una determinada administración anterior o solo por haber servido a esta última, suelen ser objeto de una valoración negativa y reciben sanciones simbólicas y efectivas oficiales. Hay pues una refriega en la cual se busca incesantemente situar al otro en algún punto del espectro que va desde el respeto, hasta el desprecio. 

Así, la cultura de la sospecha perjudica no solo a una administración eficiente de los recursos sino, especialmente, la posibilidad de contar con interacciones densas, ricas y complejas en el plano académico y científico, saturadas con pensamientos, sentimientos y acciones que busquen la excelencia académica y científica. Esta realidad posee un impacto pernicioso sobre la formación profesional del estudiantado y contra la calidad de las actividades sustantivas de la Universidad. 

Inercia de la continuidad

Los impulsos, deseos e intenciones epistemofílicos relacionados con una afiliación profunda e intensa al conocimiento científico-social, a las humanidades y al conocimiento científico-tecnológico, se ven sometidos a la inercia de la continuidad. “Esto se hace porque así se ha hecho” o “así se ha venido haciendo” o bien, “esto se hace así porque lo estipula el reglamento”. Es posible identificar la asimilación a la inercia de la continuidad y el efecto inercia, en el cual se asimila la rutina, el reposo y la desidia, pues no hay acciones discordantes las cuales cuestionan la concordancia con lo habitual, que pongan en movimiento a la institución en direcciones nuevas, en un nuevo reposo con un rostro nuevo. 

La principal evidencia de la inercia de la continuidad es la colegialidad hiperbólica, la cual distorsiona la colegialidad académica. Consiste en sostener un modelo de gestión excesivamente colegial el que, en nombre de una supuesta democracia universitaria, se arraiga a procesos decisorios de parsimonia extendida, sin fundamento en datos o en sistemas de información de calidad, frecuentemente con procesos dominados por la imposibilidad o por el decisionismo administrativo. Entonces, la Universidad deja pasar la oportunidad de ofrecer una perspectiva discontinua y discordante respecto al sector público en la administración del Estado. En cambio, la mejor oportunidad de democratización de la Universidad, en las condiciones actuales, y una gran oportunidad de democratización participativa a escala nacional se encuentran en una gestión académica y administrativa universitaria orientada a la excelencia y a la calidad en los servicios al estudiantado y al personal académico y científico, incluyendo la excelencia académica en investigación, en acción social y en docencia.

El principal ejercicio de disyunción respecto de la inercia de la continuidad o un ejercicio de discontinuidad permanente podría ejemplificarse con un pensamiento contrafáctico: supongamos que el país goza de un crecimiento socioeconómico óptimo y que, por tanto, la educación nacional cuenta con un 8% del PIB y así la formación universitaria en las universidades públicas tiene un maravilloso presupuesto soñado, el cual permite ofrecer un excelente financiamiento de la investigación y, por fin, de la acción social, así como desarrollar la enseñanza universitaria en su máximo potencial de excelencia, del cual podemos disponer de acuerdo con todas las reglas de la autonomía que deseamos ¿Estaríamos así honestamente lejos de la juridización, de la sospecha y de la inercia?

Por una política de la disyunción

Es cierto, me sitúo en una tendencia que entiende a la Universidad como un lugar para cultivar las humanidades, el arte, las ciencias sociales, las ciencias y las tecnologías, promoviendo buscar la verdad, el bien y la belleza. Es cierto, me sitúo lejos de la tendencia que ve en la Universidad sólo una realidad institucional que se resuelve mediante procesos político-administrativos o que la considera un artefacto exclusivo de resolución de problemas. La cuestión decisiva es poner de relieve que la juridización, la sospecha y la inercia en la Universidad la sitúan contra sí misma y la están destruyendo ya que, esos tres fenómenos, —habremos de reconocerlo con humildad—, los hemos creado desde dentro (Gutiérrez, 2022) nosotros mismos, por más que puedan verse expuestos a algún factor determinante externo con un cierto grado variable de influencia. Desde dentro hemos pensado que, con esos tres fenómenos, quizás de manera inadvertida, resolveremos los problemas que enfrenta la Universidad, el país y el mundo, tomando distancia de lo esencial, es decir, alejándonos de la sencillez, de la simplicidad, implicada al cultivar el conocimiento. Una política de la disyunción es un horizonte de esperanza que significa desconectar la axiología académica universitaria de los excesos antiacadémicos, como lo son la juridización, la sospecha y la inercia.

La sencillez se relaciona con otro tipo de fenómenos. Con el diálogo crítico que en un aula puede darse entre una profesora y un estudiante que aprende de ella sobre el poder en los partidos políticos. Con la investigadora que observa bebés costarricenses para tratar de entender cómo funciona el lenguaje y la lectura. Con la académica que, al entender el envejecimiento con los parámetros de salud nacionales, articula el servicio a la sociedad o la acción social, mediante la transferencia de conocimiento de intervenciones probadas, hacia clínicas periféricas. Con la funcionaria que entiende esos tres fenómenos y da lo mejor de ella para dejar intocados esos procesos y los facilita, más allá de los reglamentos, para cumplir con sus propósitos universitarios. Aun cuando muchas personas dentro de la Universidad buscan la excelencia y la calidad, muchas otras no lo comprenden y se ven colonizadas por las tribulaciones “académico-administrativas”, las cuales cada vez son más difíciles de resolver. Una política de la disyunción abriga el propósito de colocar los valores académicos por encima de cualquier otro conjunto de valores para regir los destinos de la Universidad.

La Universidad está contra sí misma y solamente ella puede salvarse de sí misma. Solo los y las universitarias podemos establecer dispositivos simbólicos y expresivos, los cuales saturen la conversación de pensamientos, sentimientos y acciones orientados al conocimiento y, simultáneamente, a la disyunción de la judicialización, la sospecha y la inercia. Sin esta política de la disyunción estaríamos —y lo estamos— frente al riesgo de traicionar a la Universidad respecto de la aspiración fundamental de ser conciencia lúcida de la sociedad y, por tanto, transformarla para construir el bien común.

Referencias

Gutiérrez, J.M. (2022). Los retos de las universidades públicas latinoamericanas. Universidades, 93, 13-27. 

Harré, R. (1982). El ser social. Una teoría para la psicología social. Madrid: Alianza.  

Tapia, J. (2014). Reflexión y motivación moral. Tres estudios con jóvenes costarricenses. Intersedes, 32, 15, 195-209.